El comienzo de Nada de Carmen Laforet me recuerda a una etapa de mi pasado. A esa llegada a la ciudad condal en medio del frío y la oscuridad de un final de enero, sola y sin nadie que acudiera a mi encuentro. «Por dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que había anunciado, y no me esperaba nadie», así empieza la novela de Laforet y así también mi nueva vida en la capital catalana.
Sesenta y un años antes de sentir yo misma ésa sensación, la excelente Carmen Laforet (Barcelona, 1921-2004) ganaba la primera edición del Nadal con esa maravillosa apertura. Tenía sólo 23 años frente a mis 37. La autora había conseguido retratar de manera sencilla y acertada a todos los que emprendíamos una nueva etapa allí, con la imagen premonitoria de nuestra futura soledad.
A diferencia de Andrea, la protagonista de la novela, yo no lo viví expectante, sino más bien nerviosa y asustada por la incertidumbre y el cambio de ciudad, casa, trabajo, puesto, compañeros, con la única compañía de un amigo que me cedió su piso hasta que encontrara algo.
De Aribau a Balmes
Tras salir en taxi de la Estación Sants, no de Francia como en la novela, Barcelona adquirió un tono más oscuro del que esperaba, mucho menos iluminada que Madrid y extremadamente fría fruto quizás de mis nervios y esa humedad paralizante.
Al igual que Andrea también arrastré exhausta mi pasado y pertenencias hacia mi nuevo hogar. «Mi equipaje era un maletón muy pesado –porque estaba casi lleno de libros- y lo llevaba yo misma con toda la fuerza de mi juventud y de mi ansiosa expectación», explica el personaje.
Mientras Andrea llega a la calle Aribau a la casa de su familia paterna, yo me dirigí a Balmes, en L’Example, a un segundo piso de grandes techos, que en realidad era un cuarto. Me esperaba mi compañero de Facultad, recién llegado de su productora y con el que apenas coincidí por la incompatibilidad de horarios.
Aquella fue mi primera noche. Para la protagonista, le esperaba «una única y débil bombilla que quedaba sujeta a uno de los brazos de la lámpara, magnífica y sucia de telerañas, que colgaba del techo». En mi caso, una cama de 90 cm y una especie de barrotes para colgar mis enseres en una habitación sobria y amplia, que iba a agudizar la sensación de vacío que tantas veces repitió Laforet en Nada.
Al día siguiente, me llegó abruptamente la nueva realidad. Mientras él dormía, fui a ducharme y encontré un chorro minúsculo y gélido que casi me hizo llorar. Me sequé y fui a preparar café con el agua del grifo, que no pude beber. El agua, tan necesaria, no se podía ingerir.
Aceptación de la vida
La ciudad se me hizo hostil desde el principio. Ahora que se cumplen cien años del nacimiento de Carmen Laforet, creo que a la autora, esa misma ciudad, también le resultó igualmente fría e incómoda como si no acompañara a la protagonista, ni la protegiera y fuera otro motivo adicional de lucha. De hecho, me cuesta sentir los días de lluvia como una purificación, como algunos críticos señalan, sino más bien como un mal menor dentro de todos los tormentos que tiene que padecer Andrea con sus familiares y amigos.
Igual que asume la loca historia de sus tíos paternos, Angustias, Román y Juan, y de su abuela, acepta también las gotas desapacibles que la mojan y, sin rechistar, normaliza la distancia de su mejor amiga Ena y la cobardía de su pretendiente. Tanta expectación, para Nada, podría resumirse. Pero aunque ella no lo sepa, le quedará mucho. Como también me quedó a mí.
La estancia de Andrea en aquella Barcelona de posguerra, sucia y miserable se prolongara durante un año. La mía, no llegara a nueve meses. Sin embargo, cuando vuelvo a Barcelona, la siento en lo más profundo de mi ser, quizás por haber sufrido con ella, en sus calles y dejarme abrazar por sus edificios y sus gentes anónimas. Al igual que Andrea, el cobijo del Barrio Gótico, del Borne, de la Barceloneta o del Barrio de Gracia siento, que al final, me arropa.